Los atentados del 11-S que derivaron en los conflictos de Afganistán e Irak. La unión y la desunión desde Bush hasta Biden. La crisis económica del 2008 y el intento de autogolpe de Trump.
El ridículo recuento de votos en el estado de Florida y la batalla legal que se desató después en las elecciones del 2000 fueron el comienzo del clima político agrio que se instaló en Estados Unidos desde entonces. El demócrata Al Gore, hasta ese momento vicepresidente de Bill Clinton, ganó el voto popular, pero perdió el voto electoral a manos del republicano George W. Bush. Después de semanas de disputas, los demócratas decidieron bajar los brazos y el hijo pródigo del clan Bush se convirtió en el “presidente accidental”. Estados Unidos se había “jodido” (Vargas Llosa dixit) antes del 11-S. Y continuó ese curso en las últimas dos décadas. Los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono fueron un derivado de la decadencia expuesta.
Lo que sucedió esa mañana del martes 11 de septiembre del 2001 ya fue relatado de todas las maneras posibles. También es probable que en los archivos de la CIA o el FBI pueda haber algún dato trascendente que permanece en las sombras. Pero sólo en la última semana se estrenaron 10 documentales en la televisión por streaming que van desde el que explica el ángulo en que se incrustaron los aviones con respecto a la carga de combustible hasta el de Spike Lee que desbarata todas las ideas locas de las conspiraciones que continúan dando vuelta por las redes sociales. Fue precisamente la televisión, la que hizo de este acto terrorista un reality que el mundo pudo ver con una precisión jamás antes mostrada. Las tres grandes cadenas nacionales de entonces (ABC, NBC, CBS) y la CNN al resto del mundo, mostraron un hecho extraordinario que nos perplejos a miles de millones desde Kamchatka hasta Groenlandia. Nos sumió en la incertidumbre más absoluta. ¿Era un ataque sólo contra Estados Unidos o se extendería a otros países? ¿Se trataba de la caída del Imperio? ¿La destrucción de las Torres Gemelas, emblema del capitalismo global, significaba el fin de ese sistema económico? ¿Venían los musulmanes a terminar con todos los cristianos? ¿Qué nueva Era se iniciaba? ¿Dónde nos llevaría?
El polvo aún no se había disipado y el olor de la carne incinerada seguía flotando en el aire cuando Bush lanzó lo que llamó “Operación Libertad Duradera” con el justo objetivo de atrapar a Osama bin Laden “vivo o muerto” y derrocar el grotesco régimen talibán de Afganistán que le había dado cobijo. El 80% de los estadounidenses estuvo de acuerdo. Había que vengar las 3.000 muertes y la humillación recibida. El resto de Occidente acompañó, e incluso proporcionó tropas y recursos. Dos meses más tarde cayeron los talibanes, pero Bin Laden desapareció entre las montañas de Tora Bora, en la cordillera del Hindu Kush. Todo el poderío militar no pudo terminar de una buena vez con el líder terrorista y su pequeño grupo de montañeses que escalaron hasta un antiquísimo sistema de cuevas que los protegieron de toda la alta tecnología del Pentágono.
Bin Laden comenzó a ser vivado en las calles de todas las ciudades musulmanas del mundo. Se había convertido en un “bandolero romántico” al haber logrado que 19 kamikazes secuestraran cuatro aviones y las incrustaran contra las Torres Gemelas de Manhattan y el Pentágono en Washington. Una operación relativamente simple de enorme ingenio. Había sido idea de Khalid Sheik Mohammed, un jihadista que se había unido a la red armada por Bin Laden, Al Qaeda, cuando la CIA estadounidense los apoyaba en su lucha contra la invasión del Ejército Rojo soviético a Afganistán. Con una “célula dormida” que tenían en Hamburgo y otros voluntarios que tomaron cursos de pilotaje de aviones en escuelas estadounidenses, hicieron el resto. También tuvieron alguna ayuda de amigos en la embajada de Arabia Saudita en Washington. Aún se investiga esa conexión y en este aniversario número 20 los familiares de las víctimas le reclaman al presidente Joe Biden que desclasifique la información que tienen sobre ese punto las agencias de inteligencia.
Inmediatamente después de los atentados, aparecieron las figuras emblemáticas de “los empolvados”, los que lograron escapar de la destrucción de las torres y salieron de la bruma envueltos en el polvo de las cenizas. Los bomberos y policías neoyorquinos que fueron a rescatarlos pasaron a ser los nuevos héroes americanos. Héroes que terminaron devastados por los asbestos que tragaron mientras caminaban a tientas entre los escombros. También los sobrevivientes y sus familias, muchos muertos de cáncer prematuro. Las víctimas de los atentados fueron muchas más que las 3.000 de la lista oficial. De entre esos hormigones humeantes también apareció un líder impensado. El alcalde Rudy Giuliani se puso al frente de las operaciones durante las largas horas en que Bush estuvo ausente – un poco por seguridad y otro poco por no saber qué hacer o decir- y aprovechó el vacío de liderazgo del mismo modo que lo haría el gobernador Andrew Cuomo cuando Donald Trump se desentendió de la pandemia del Covid. Un capital político que desperdició de la mano de su amigo Trump haciendo un papel patético en lo que Frank Rich definió en la última edición de la revista “New York” como “una parábola histórica para nuestro tiempo y un caso psiquiátrico para los siglos”.
A Bush y su entorno de halcones les pareció que si la intervención militar en Afganistán tenía un amplio apoyo popular, era la hora de terminar una tarea pendiente que había dejado el padre del presidente en la primera Guerra del Golfo. Inventaron unas cuantas “pruebas” de armas de destrucción masiva e invadieron Irak para derrocar al régimen de Saddam Hussein. Si la guerra en Afganistán ya se había convertido en difusa, la de Irak era aún mas incomprensible. Algunos “analistas” la explicaron (¿justificaron?) bajo el argumento de que “Estados Unidos quiere quedarse con el petróleo”. No fue el caso. Con un sistema corrupto y altamente ineficiente, los ingenieros iraquíes sacaban tres millones de barriles al día. Bajo la administración estadounidense pasaron a extraer menos de un millón. En todo caso, fue un enorme negocio para el “complejo industrial militar” ya denunciado por Eisenhower en los 50. Fue cuando Bush se olvidó de la guerra en Afganistán y se concentró sólo en lo que sucedía en Bagdad. “Uno de los errores de juicio más espectaculares de la historia militar de Estados Unidos”, de acuerdo a la definición del especialista en Terrorismo, Peter Bergen.
El mundo perdió libertades básicas. Los aeropuertos se convirtieron en guarniciones militares. La seguridad fue el centro de todas las decisiones. Si a un terrorista se le ocurría esconder un explosivo en un frasco con líquido, ya nadie podía viajar con un perfume; si era en un zapato, todos nos tuvimos que descalzar para llegar a un avión. También surgieron las cárceles clandestinas y el infame campo de confinamiento de Guantánamo que todavía continúa abierto a pesar de la promesa de cuatro presidentes de desmantelarlo.
Diez años después, ambas guerras estaban perdidas. El terrorismo había cobrado impulso en todo el mundo. Los atentados azotaban Europa y la nueva guerra en Siria concentraba la atención global. El presidente, Barack Obama, encontró un momento político para anunciar la salida de Irak –aunque muy tardía- pero no lo pudo hacer con Afganistán. Esta guerra se prolongó como ninguna otra en la historia del país y tuvo que venir otro presidente, Biden, para decretar curiosamente el 21 de septiembre de este 2021 como la fecha límite para la salida de las tropas. Como ya sabemos, tuvo que adelantar todo. Los talibanes que habían provocado la intervención del 2001 se hicieron del poder en una operación relámpago que tuvo mucho de traición y aún más de inoperancia por parte de las tropas del ejército afgano que supuestamente habían entrenado los instructores del ejército estadounidense.
Para 2016 el país había caído en la más profunda de las grietas. Los blancos estadounidenses perjudicados por la globalización económica y manejados por la ira, lograron colocar en la Casa Blanca a un personaje patético que se había hecho famoso por mantener los negocios inmobiliarios sucios de su padre mientras gastaba fortunas en el club Studio 54 y conducía un reality de la Tv en el que despreciaba a los concursantes. Otra vez, Hillary Clinton ganó el voto popular y Donald Trump se hizo con la presidencia gracias a los electores del medio oeste más profundo. Terminó en la forma más antidemocrática posible provocando un autogolpe cívico-militar y dejando la herida aún más profunda de cuando llegó. Los olvidados de la gravísima crisis económica de 2008, creían que Trump iba a restaurar un orden sin inmigrantes y conseguir el regreso de millones de puestos de trabajo. No obtuvieron nada, pero siguen confiando en su líder y están dispuestos a reinstalarlo en la Casa Blanca por las buenas o las malas. Esas posiciones también son consecuencias directas de ese 11-S. El desconcierto del tremendo golpe terrorista del 2001 derivó en el populismo más abyecto. El periodista Spencer Ackerman traza una línea directa desde el patrioterismo, el fanatismo y la xenofobia que estallaron tras los atentados del 11-S hasta la cínica opción política de Trump en su libro “Reign of Terror” en el que dice que el multimillonario alimentó un “apetito nativista blanco por una narrativa de asedio, sustitución, abandono y traición”. Lo cierto es que la unidad patriótica que había provocado el 11-S terminó en una división aún más profunda y que posiblemente determine la suerte de la potencia en los próximos 30 años.
El resto son los muertos de las guerras – unos 7.000 soldados y 1,3 millones de civiles afganos e iraquíes-, los 3 billones de dólares gastados en esas aventuras bélicas, el impulso al terrorismo doméstico de los supremacistas blancos que se convirtió hoy en más peligroso y efectivo que el islámico, la creación de otros grupos terroristas islámicos como el ISIS que se expanden por el mundo y, por supuesto, la pandemia o las pandemias que podrían venir. Aunque el efecto más perjudicial para la Humanidad que dejan estos 20 años de guerra antiterrorista es que sirvió para distraer la atención del problema más grave que enfrentamos: el cambio climático.
Para adelante quedan las consecuencias de la salida desastrosa de Afganistán, la expansión del ISIS y otros grupos terroristas, la guerra por el liderazgo global de Estados Unidos y China, la tolerancia al intervencionismo ruso contra el proceso democrático, no sólo en Estados Unidos sino en varios países, y lo que pueda traer la revolución científico-tecnológica que está en pleno desarrollo. Veinte años más tarde, el 11-S ya quedó para los libros de historia. Su legado de incertidumbre perdura.
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