La combinación de la crisis sanitaria y la crisis económica triplicaron los pacientes con graves consecuencias en su salud mental, según un estudio de la Universidad de Boston. El crecimiento de síntomas como pérdida de interés en las actividades o ideas suicidas aumentó más que tras otros eventos traumáticos masivos, como los atentados del 11 de septiembre de 2001 o el huracán Katrina
Mientras en el hemisferio norte la inminencia del otoño reaviva las conversaciones sobre una segunda ola de la pandemia de COVID-19, Catherine Ettman, de la Universidad de Boston (BU), advirtió que, en realidad, ya mismo está ocurriendo “una segunda pandemia”: se han triplicado los síntomas de depresión en los Estados Unidos. Ettman es la autora principal de un estudio publicado en la revista de la Asociación Nacional de Medicina, JAMA Network, que partió del saber conocido de que los traumas masivos aumentan la depresión para encontrarse con una sorpresa: los efectos del coronavirus en la salud mental de los estadounidenses son más graves que los de los ataques del 11 de septiembre de 2001 o el huracán Katrina en 2005.
Desde que la pandemia llegó al continente americano se temía que semanas de angustia, miedo, tristeza y aislamiento afectaran el bienestar emocional de la población. Cuando la crisis sanitaria se convirtió también en una crisis económica, ese destino pareció sellado. Aun así, la investigación de BU no esperaba encontrar cifras tan grandes como las que arrojó una encuesta entre 1.441 personas parte del panel de AmeriSpeak, de la Universidad de Chicago: la cantidad de personas que sufre síntomas de depresión, según se midió entre el 31 de marzo y el 13 de abril, aumentó tres veces.
Entre los criterios para el diagnóstico de la depresión los encuestados informaron desde cambios en el apetito hasta pensamientos suicidas o sentimientos de que sería mejor estar muerto, desde problemas para concentrarse hasta trastornos del sueño, desde cansancio y falta de energía hasta pérdida de interés en las actividades que solían causar bienestar (incluido el sexo), desde sentimientos de inutilidad o culpa hasta desesperanza y abandono.
Todas las formas de depresión aumentaron: la leve pasó del 16,2% al 24,6%; la moderada, del 5,7% al 14,8%; la moderada-grave del 2,1% al 7,9% y —lo que resultó el mayor incremento proporcional: creció más de siete veces— la grave, del 0,7% al 5,1%, según el trabajo de Ettman y sus colegas.
“Encontramos que la prevalencia de los síntomas de la depresión fue más del triple durante el COVID-19 en comparación con las estimaciones más recientes de la salud mental en los Estados Unidos”, se lee en JAMA Network. “Este aumento en la prevalencia de los síntomas de la depresión es mayor que el que se registró luego de eventos traumáticos masivos previos, lo que probablemente refleja la influencia mucho más generalizada de COVID-19 y sus consecuencias sociales y económicas”.
Por ejemplo, Los Angeles Times recordó que luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York los habitantes de la ciudad mostraron síntomas de depresión en un 10% y de estrés post-traumático en un 7,5%, según un estudio de New England Journal of Medicine. Cuatro años más tarde, luego de la enorme destrucción del huracán Katrina en Nueva Orleans, la población registró un aumento de las enfermedades mentales graves del 10,9% al 14% y de las ideas suicidas del 2,8% al 6,4 por ciento. Y si bien las cifras en Louisiana continuaron en aumento en los meses que siguieron a la tormenta, la demolición emocional que el COVID-19 está dejando a su paso parece ser mucho peor, además de estar mucho más extendida.
Los datos para la encuesta se terminaron de recoger a mediados de abril, cuando los casos de COVID-19 en los Estados Unidos llegaban a 600.000 y las muertes a 23.000, cifras muy inferiores a las de la actualidad: al 8 de septiembre se han acumulado más de 6.312.000 infecciones y casi 190.000 muertes. Pero entonces ya al 96% de la población se le había solicitado —u ordenado— que se quedara en la casa todo lo posible y los nuevos desempleados sumaban 20 millones de personas.
De los más de 1.400 encuestados por BU muy pocos estaban infectados por el SARS-CoV-2, lo cual impidió que los investigadores pudieran evaluar a fondo las diferencias entre personas diagnosticadas y personas sanas. No obstante, agregaron, » imaginamos que a medida que el virus se propague y se confirmen más casos de COVID-19, también pueden aumentar las enfermedades mentales entre aquellos con COVID-19 y aquellos que los rodean«. Esos resultados les permitieron establecer, al menos, “que el contexto importa, y que el contexto combinado de la pandemia de COVID-19 y sus consecuencias económicas han causado un aumento de las enfermedades mentales en los estadounidenses adultos”.
Ettman y el resto del equipo conocían algunos antecedentes de brotes de enfermedades: por ejemplo en 2003, cuando fue la epidemia del primer coronavirus, SARS-CoV-1, que afectó mucho a Canadá (aunque las cifras globales son minúsculas en comparación con la crisis actual: hubo más de 8.000 infectados y casi 800 muertos), una encuesta entre los habitantes de Toronto reveló que el 31% tenía síntomas de depresión y el 29% de estrés post-traumático.
No obstante, la investigadora dijo a NPR: “Nos sorprendieron los altos niveles de depresión. Estas tasas eran más altas que lo que habíamos visto en la población en general tras otros traumas de gran escala». Uno de los coautores, Sandro Galea, epidemiólogo y decano de la Escuela de Salud Pública de BU, agregó: “Creo que esto refleja tanto la amplia naturaleza de este trauma particular como el hecho de que coinciden múltiples traumas”, en alusión a las consecuencias económicas.
Galea estimó que el nuevo estudio confirmó los hallazgos de otro análisis, realizado en junio y publicado por el Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades (CDC) en agosto, que encontró “altos niveles de condiciones adversas de salud mental, abuso de sustancia e ideas suicidas” entre los estadounidenses adultos. “Me parece que todas las indagaciones científicas convergen, que esto es exactamente lo que le está sucediendo a la población”, agregó a la radio pública.
Desde luego, el incremento promedio de la depresión desde un 8,5% antes de la pandemia (2017-2018) a casi un 28% a consecuencia del COVID-19 es mucho más marcado entre aquellas personas que sufrieron directamente ciertos factores de estrés vinculados al coronavirus, como la pérdida del empleo o la muerte de un familiar. Los encuestados que tenían ahorros por menos de USD 5.000 resultaron un 50% más propensos a tener síntomas que aquellos con más recursos. También se encontró una mayor incidencia de depresión en las mujeres que en los hombres y en los solteros que entre aquellos que convivían con otra persona.
Otras diferencias sociales incluyeron que antes de la pandemia el promedio de afroamericanos, blancos y latinos con un síntoma de depresión rondaba el 8,4%, y después creció respectivamente al 24,2%, 26,5% y 34%. Para los asiático-americanos el salto resultó proporcionalmente mayor: del 4,4% antes al 23,1% después del coronavirus.
Por último, el incremento de síntomas varió por edad: los adultos de 18 a 39 años aumentaron del 9% al 38,8%; los de 40 a 59, del 8,5% al 26,8% y los de más de 60 años de 7,9% a 14,9 por ciento. En todos los casos, no sólo aumentó la cantidad de señales de depresión sino que se volvieron más intensas y graves.
“Parece importante reconocer la posibilidad de que las consecuencias del COVID-19 para la salud mental sean de gran escala”, concluyó el estudio, “a la vez que reconocer que esos efectos pueden ser duraderos y considerar la posibilidad de adoptar medidas preventivas para ayudar a mitigar sus efectos”. Mientras tanto, recomendó que la población considere pequeños cambios de vida como cuidar el sueño, hacer ejercicio y practicar meditación o yoga, además de preservar el apoyo social aunque sea de manera virtual.
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