Hollie McKay logró huir de Afganistán luego de verse atrapada en una ciudad del norte afgano. Narró los horrores que padecen las víctimas de los fundamentalistas islámicos.
“Las horas se convirtieron en segundos elásticos de incertidumbre”. Así describió Hollie McKay los momentos previos a tener que escapar de Afganistán, cuando todos -mujeres y hombres que iba conociendo en Mazar-e-Sharif, al norte del país- le advertían que la vida cambiaría en pocas horas ante la irrupción de los talibanes. Supo entonces que los días se convertirían en largas noches, de un instante a otro. Y quizás para siempre. “De repente, las vibrantes calles dieron paso a rostros de miedo. Los escaparates de las tiendas se cerraron y los taxistas, que antes nos hacían señas, nos dijeron a mí y al fotógrafo con el que trabajaba, Jake Simkin, que tenían demasiado miedo para llevarnos a las afueras de la ciudad, donde las familias de los pueblos aledaños huían a pie para escapar de la invasión talibán”, contó la activista por los derechos humanos y escritora en un largo artículo publicado en el diario The Dallas Morning News.
McKay relató que a pesar de la desesperación que mostraban los pobladores locales “ninguna de las personas de alto rango a las que había llamado creía que Mazar-e-Sharif se iba a caer. Pero entonces, cayó”. “Mientras nos apresurábamos a regresar a nuestra casa de huéspedes, atenazados por todas las incógnitas que nos esperaban, las motocicletas atravesaron la noche desde todas las direcciones, acompañadas de disparos de celebración que hacían crujir el aire. Eran los talibanes”, indicó la mujer.
Las primeras horas de la invasión fundamentalista fueron de absoluta oscuridad. “El mundo que conocía trabajando libremente en Afganistán -una nación cercana y querida por mi corazón- se sumergió en una época que recordaba a un tiempo lejano. La primera noche fue inquieta. Sellamos las puertas a prueba de bombas, y los guardias del exterior se cambiaron el camuflaje por la ropa de civil y escondieron sus armas en el húmedo sótano para salvarse de las represalias”, narró McKay.
En ese refugio tuvo un breve diálogo con un hombre llamado Jalal quien intentó llevarle calma. Le dijo que el dueño del lugar había hablado con los talibanes y estos le habían asegurado que no entrarían al complejo. El interlocutor de McKay, en cambio, sí debía preocuparse: había trabajado para el Servicio de Inteligencia y había colaborado con las fuerzas de los Estados Unidos. Su cabeza tenía un alto precio para los extremistas. Sin embargo, no escapó: quiso que todos los huéspedes estuvieran a salvo.
“Jake y yo empezamos inmediatamente a organizar cómo íbamos a volver a Kabul, dado que nuestros vuelos fueron cancelados apenas unos minutos después de que la toma de posesión de los talibanes llegara a las noticias. Hicimos llamadas y enviamos mensajes, tomamos coordenadas y examinamos las opciones de salida. Era demasiado peligroso intentar escapar por la noche, cuando sólo patrullaban los talibanes, y demasiado expuesto para salir durante el día, cuando habría más ojos en el edificio”, escribió.
Fueron varios días en que ambos debían mantenerse a salvo y en silencio. Desesperantes horas en las que nadie podía garantizarles la vida. Pero además, el resto de las mujeres que había conocido McKay estaban continuamente en su cabeza. “Las mujeres risueñas y llenas de vida que había visto días antes agarrando libros y compartiendo helados en las zonas de hierba fuera de la mezquita pertenecían ahora a un capítulo cerrado de la tumultuosa historia de Afganistán”.
“Pensé en la niña de 14 años que había conocido en un centro de desplazados en la periferia de Kabul a principios de esa semana, la niña que había huido para salvar su vida de los combates en Kunduz y que sólo quería una educación y convertirse algún día en médica. Y pensé mucho en mi hermosa y querida amiga Fariha Easer, que había conocido muchos años antes”, subrayó. Y añadió: “El mundo que ella conocía, el mundo en el que los afganos habían luchado durante dos décadas para salir de la edad oscura y devolver el rostro de las mujeres a la luz tras años de gobierno talibán, se rompió en un millón de pedazos ese fin de semana. O como me dijo Fariha, en un abrir y cerrar de ojos”.
Fariha le contó que muchos de sus vecinos le rogaban que abandonara el país cuanto antes. Por sus tareas como activista a favor de los derechos de las mujeres, su vida corría peligro. “Mis amigos del exterior me ruegan que abandone mi país. Pero, ¿cómo puedo hacerlo, cuando mis hermanas están sufriendo?”, argumentó para quedarse.
También fue Fariha quien le confirmó a McKay las más horribles presunciones por la reaparición de los talibanes en sus vidas: “Me contó que los talibanes han ido de casa en casa buscando mujeres y niñas mayores de 15 años para casarse. Hace un mes, miembros insurgentes llegaron a la puerta de la casa de su amiga en Badakhshan, que cayó en manos del grupo hace varios meses, en busca de jóvenes novias”.
“Decían que eran los salvadores, los guardianes del Islam, los liberadores de Occidente. Le pidieron a un padre que entregara a sus hijas como esposas. Dijeron que uno de los talibanes es un mulá y que debían comprometerse con él”, reveló Fariha.
En una de esas redadas tomaron cautiva a una joven de 21 años. Fue a plena noche cerrada. Soltera, fue identificada por los talibanes para que contraiga matrimonio con uno de los comandantes. Cuando Estados Unidos expulsó a los extremistas del poder en 2001, la víctima tenía apenas un año. Casi no experimentó el terror talibán. Ahora ya sabía a qué se atendría ella y tantas otras mujeres afganas. “Después del matrimonio, se llevaron a la joven. Pero el padre descubrió a los tres días que no sólo eran los talibanes los que se casaban con ella y mantenían relaciones sexuales, sino que la violaban otros cuatro cada noche. El padre acudió al gobernador del distrito y le dijeron que no podía hacer nada. Lo que se pudiera hacer, debía hacerlo él mismo”, narró el espanto Fariha.
Al no encontrar eco por parte de las antiguas autoridades, el padre resolvió tomar al resto de sus hijas y huir con ellas. Esconderse. “No ha cambiado nada. Los talibanes intentan decir que han cambiado su comportamiento, pero no lo han hecho. No han cambiado, y no cambiarán. Se definen por la violencia, la matanza, por una constante violación de los derechos humanos”, se indigna Fariha. Los fundamentalistas que tomaron Afganistán quieren mostrarse moderados ante el mundo, irradiar una imagen de cambio, renovación y modernidad para lograr la simpatía del resto del mundo. Sin embargo, están lejos de lograrlo.
“Nos impondrán sus reglas y su ideología. No habrá elecciones. Todos los años de trabajo, y ahora volvemos a estar a cero. Todo el mundo tiene miedo. Todo el mundo tiene miedo. Las familias que tienen hijas tienen miedo de estos matrimonios forzados. Todos tenemos dudas sobre nuestro futuro”, dice Fariha y lanza un estremecedor presagio sobre su propia vida: “Lucharé hasta que me muera. Al menos, si estoy muerta, ya no podré sufrir”.
McKay reveló finalmente cómo logró escapar de su refugio. “Al final, Jake y yo, con la cuidadosa coordinación de los diplomáticos estadounidenses y el consulado de Uzbekistán en Mazar-e-Sharif, pudimos reunirnos con los talibanes. Con su permiso, nos escoltaron hacia el norte hasta la frontera, donde un representante uzbeko estaba esperando para desprecintar el paso y hacer una rara excepción con nosotros”. Fue así como la escritora dejó atrás el espanto talibán. Aunque sus recuerdos permanecerán con tantas mujeres y hombres como Jalal y Fariha, verdaderos héroes. Verdaderas víctimas.
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