La epidemia de COVID-19 lleva más de 500 días, millones de muertos y contagiados. Frente al efecto específico del virus, qué tan peligroso puede ser banalizar los graves efectos de la automedicación crónica sin control ni diagnóstico, y el consumo del alcohol.
El cansancio es uno de los síntomas del COVID-19 que más refieren quienes lo padecen, y particular y prolongada sensación en quienes, ya han superado el momento crítico. Ese cansancio es físico, pero también y especialmente mental, anímico, con pérdida de voluntad, de iniciativa, capacidad de concentración, etc., algunos han hablado de “niebla mental”.
La epidemia de coronavirus ya lleva más de 500 días, millones de muertos, contagiados, sintomáticos o no, y al efecto específico del virus, padecemos todos las previamente inimaginables consecuencias de un cambio existencial histórico a escala planetaria. Eso también nos ha generado un estado de tensión permanente, de estrés diríamos coloquialmente, con su inevitable consecuencia de agotamiento, fatiga, cansancio, irritabilidad, baja tolerancia, etc. Cada uno lo experimentará y pondrá un nombre a su malestar, pero al igual que la pandemia, en mayor o menor medida, es una afección colectiva.
De la misma manera que cada uno denominará a su malestar, lo que le permite identificarlo, también buscará diferentes formas de enfrentarlo, de poder liberarse del mismo. Así hay un resurgimiento muy favorable con la vida sana, deporte, cuidado en la alimentación, técnicas de meditación u otras prácticas que, hasta hace unos años poco difundidas, revalorizar el encuentro con el otro, el diálogo positivo, la sinergia, la colaboración.
Pero por otro lado hay quienes, quizás en la incapacidad de utilizar esa u otras estrategias de manera eficiente, pueden buscar algo que los libere rápidamente, de ese malestar tan difuso como constante.
En este camino asistimos por una parte a un incremento en el consumo, de psicofármacos, muy frecuentemente automedicados. En muchos casos esa automedicación se le representa como un tratamiento médico, pero que, si bien fue sugerido o recetado por un médico, por un lado, no siguen indicaciones claras de dosis, de objeto de tratamiento, de duración especialmente y habitualmente, eso se relacionó en una única visita hace años, y luego la persona siguió modificando dosis y periodos a su criterio, banalizando los graves efectos de la automedicación crónica sin control ni diagnóstico.
La epidemia de coronavirus ya lleva más de 500 días.
Pero otra forma de escape empieza a tener características muy preocupantes, por la naturalización de la misma, ya que se instala en un relato que se instala como lógico e inevitable. Ese relato es que los sucesos, la rutina de una sociedad conmocionada, vuelven la jornada agotadora y es necesario y lógico tener un momento para desconectarse de la misma, y una copa de alcohol permite ese reencuentro, sereno, consigo mismo o quizás recreacional con amigos, para olvidar, desconectarse de la jornada.
Nada podría ser malo en ello, todos sin duda dirán que lo controlan. Sin embargo, ya no hay una epidemia, sino una instalación en lo social del alcohol y aunque cueste aceptarlo del alcoholismo en la sociedad. Su fortaleza, es su banalidad, ya que no es grave, sino que aporta un necesario relax, una distensión.
Nos asombramos cuando personajes célebres entran en una espiral de autodestrucción –caso Maradona o Chano– , y de alguna manera lo vivimos como ajeno y lejano, pero ninguno de ellos y lo más importante los miles sin nombre de nota, comenzaron en ese estado terminal que emerge en patologías que ponen en peligro su vida y a veces la de los demás.
Hanna Arendt, en el juicio del genocida Eichmann, asombrada por sus declaraciones, habló de la banalidad del mal. Quizás esta sea una punta del hilo de Ariadna, para evaluar qué nos pasa como sociedad y que consecuencias padecemos, frente a la banalización (negación?) del bienestar de la salud mental.
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