La pandemia ha profundizado la precariedad económica de millones de brasileños. Muchos dependen ahora de donaciones para comer.
Son las 9 de la mañana de un miércoles de julio en la ciudad de Cuiabá, la capital del Estado de Mato Grosso y del millonario sector agroindustrial brasileño. En la calle lateral de una carnicería se ha formado una cola enorme. El local es conocido por sus precios bajos, que atraen a clientes de diferentes barrios de la región. Pero ahora, el Atacadão da Carne, como se llama el negocio, se ha hecho famoso en el país por esa fila. Centenares de personas esperan horas bajo un sol intenso, sentados en la acera, hasta que se abre una puerta y un empleado comienza a repartir lo que sobró del deshuesado de las reses. Son solo huesos con restos de la carne vendida, pero para la población de menos recursos sirven de fuente improvisada de proteínas. “¡Con esta crisis, que te toque un hueso es toda una alegría! Estoy en el paro y no hay dónde acudir. La única carne que me llevo a la boca desde hace tiempo es la de esos huesos. ¡Está todo caro!”, explica Joacil Romão da Silva, de 57 años.
La pandemia del coronavirus ha agravado aún más la precaria situación que viven millones de brasileños. El desempleo avanza, los precios han subido y el hambre se ha disparado. Hay más de 19 millones de personas hambrientas en Brasil, según el último estudio de la Red Brasileña de Investigación sobre Soberanía y Seguridad Alimentaria y Nutricional (Red Penssan). En 2018, eran 10,3 millones. Además, la pérdida de poder adquisitivo ha provocado que más de la mitad de Brasil no tenga acceso estable a los alimentos. Hay 116,8 millones de brasileños (un 55,2% de la población) que no siempre realizan tres comidas al día. Hace tres años, el IBGE (Instituto Brasileño de Geografía y Estadística) registraba que un 36,7% de la población se encontraba en esa situación, lo que ya era un porcentaje alto en comparación con 2013 (22,9%).
Hace más de diez años que la carnicería de Cuiabá reparte los restos de las carnes. Pero antes de la pandemia, había entre 20 y 30 personas en la cola, según Edivaldo Oliveira, de 58 años, dueño del establecimiento. “Ahora son más, 200 personas. Casi no alcanza para todos”, cuenta.
Las señales del desorden económico y social de Brasil son claros. Los precios de los alimentos subieron un 15,3% entre julio de 2020 y junio 2021; la carne, un 38%. También el desempleo, que ya afecta a cerca de 15 millones de personas en Brasil, sin contar sus 40 millones de subempleados, que trabajan sin contrato. En las esquinas de São Paulo, la ciudad mas rica del país, se agolpan cada día más familias que no pueden permitirse pagar un alquiler.
Los supermercados ya ofrecen opciones más baratas hasta para sustituir el arroz y los frijoles, los dos alimentos principales de la dieta brasileña. El paquete de cinco kilos de arroz se ha encarecido un 48% el último año y puede llegar a los 30 reales (algo menos de 6 dólares) en algunos comercios. Eso ha abierto un espacio para vender los llamados “fragmentos de arroz” en los supermercados, una opción más barata que remplaza al tradicional. Lo mismo sucede con los paquetes de frijoles rotos, que valen la mitad de un grano tradicional.
Ana Paula dos Anjos, de 38 años, es una de las mujeres que busca ayuda en Atacadão da Carne. Hace un año y dos meses que está de baja por un accidente de trabajo. La cola para conseguir comida se ha vuelto una rutina, porque no cuenta con el apoyo ni de su antigua empresa ni de la Seguridad Social. “Voy tirando como puedo, pasando necesidades. Soy yo la que paga las cuentas en casa y muchas veces dejo de comer para que puedan hacerlo mis hijos”, relata. “Tres veces a la semana me acerco aquí, a batallar por algunos huesos para darles algo de comer”, cuenta ella, que cuida de sus cuatro hijos sola. “No sé qué hacer. Lloro, pido ayuda. Mis hijos lloran queriendo algo para comer, y la única solución es pedir ayuda.”
Celina Mota, de 56 años, también acude a la cola y a un mercado del barrio para conseguir las frutas y verduras que no se han vendido y que, si no fuera por gente como ella, acabarían en la basura. “Hablé con el muchacho y me consiguió estas verduras. Cocino unas pocas cada día. Y los huesecitos ayudan. Da para ir viviendo”, dice la mujer, también desempleada. Gracias a la ayuda que recibe aún puede alimentar a sus nietos. “Hago estofado, lo frío, lo corto todo y lo congelo para que podamos ir comiendo durante la semana. Y así voy apañándome”, añade, mientras enseña los tomates y los plátanos que acaba de recibir.
A la cola de la carnicería acuden personas de ciudades que llegan temprano y aguardan hasta la 1 de la tarde. Samara Oliveira, de 38 años, dueña del negocio, espera que la repercusión que está teniendo la carnicería llame la atención de otros empresarios y los inspire a ayudar. Gustavo da Silva Costa, de 25 años, fue uno que se solidarizó. Llegó con más de 20 kilos de pollo en su moto para repartir entre la gente de la cola. “Vi un reportaje y decidí ayudar. Es poco por la cantidad de gente que hay aquí, pero más gente se puede sumar”, dice. La distribución del pollo no duró ni un minuto.
// El País