Danielle van Dam tenía siete años y carita de ángel. Una mañana sus padres descubrieron que la cama de su pequeña estaba vacía. Después, llegó el espanto. El ingeniero que vivía a solo dos casas -divorciado, padre de un hijo y buen vecino- fue el acusado aunque se declaró inocente. Las pruebas claves del brutal asesinato.

Brenda (39) abre con cuidado la puerta de su casa en la calle Mountain Pass. El barrio Sabre Springs, de San Diego, California, es muy tranquilo por las noches. Las casas son casi todas de dos plantas, blancas, muy cuidadas, con buenos jardines. Son las dos de la mañana del sábado y Brenda les pide a sus amigos que no hagan mucho ruido: en el piso de arriba, duermen su marido, Damon, y sus tres hijos, Derek (el mayor), Danielle (7) y Dylan (5). Apenas ingresa observa que la alarma tiene una de las luces rojas parpadeando. Mira las puertas de la planta baja y descubre que la entrada lateral del garaje está entornada. La cierra y va a la cocina a buscar algo de comer para ofrecerles. Les lleva pizza fría y unas bebidas. Sube la escalera para ir a buscar a su marido Damon: le quiere avisar que ha venido con amigos suyos. Él está despierto, baja a saludarlos. Ella lo sigue por el pasillo mientras va cerrando, con suavidad, las puertas entreabiertas de los dormitorios de sus hijos. Una, dos, tres. La última que cierra es la de Danielle.

Media hora después, los invitados se van. Brenda y Damon ponen llave a la puerta principal y se dirigen a su habitación. Antes de irse a acostar, Damon introduce a la perra Layla en el cuarto de Derek. Una hora más tarde, por algún motivo que no puede identificar, Damon se despierta. En la oscuridad de la habitación ve que la luz roja de la alarma está parpadeando otra vez. Se levanta, desciende las escaleras y revisa, una por una, las puertas de la casa. De pronto, siente una corriente de aire y encuentra que han olvidado abierta la puerta/ventana corrediza de vidrio que da al jardín trasero. La cierra, chequea el panel de alarmas nuevamente y vuelve a su cama. No se le ocurre entrar a los cuartos de sus hijos, ellos duermen tranquilamente.

A las 9 de la mañana, cuando Brenda baja a hacer el desayuno, encuentra que Damon, Derek y Dylan ya están levantados y en la cocina. Danielle, en cambio, sigue durmiendo. A las 9.30 llegan dos hijos de unos vecinos que Brenda se ha comprometido a cuidar este sábado. Entonces, decide subir y despertar a Danielle. Mientras la llama por su nombre abre la puerta de la habitación. La cama tiene las sábanas revueltas como si alguien hubiese dormido allí, pero está vacía.

La sorpresa la deja helada. Son suficientes unos pocos minutos para que Brenda y Damon se den cuenta de que Danielle no está en casa. A las 9.39 Brenda llama al 911. Le piden que describa a su hija. Ahogada por la angustia, apenas si puede respirar, a pedido de la operadora la describe: cuenta que tiene ojos verdes, que le acaban de cortar el pelo por los hombros y que, parada, le llega al pecho.

La mañana del 2 de febrero de 2002, la vida de la familia van Dam se transformó en un infierno eterno.

La previa de la noche trágica

Una semana antes, el viernes 25 de enero de 2002, Brenda había salido con sus amigas de toda la vida, Denise Kemal y Bárbara Easton, al bar al que solían ir. Era una “noche de amigas”. En el pub, un hombre se les acercó y las invitó con unos tragos. Brenda lo reconoció: era un vecino suyo, lo había visto por el barrio. Vivía a dos casas de distancia. Charlaron un poco y, un rato después, todos se retiraron.

El martes siguiente por la tarde, Brenda salió con sus dos hijos menores, Danielle y Dylan, por la zona. Danielle tenía que vender las galletas que había hecho para juntar dinero para las Girls Scouts. Fueron tocando puertas y timbres, casa por casa, algo bastante usual en los Estados Unidos. En una de ellas les abrió David Westerfield, aquel vecino que Brenda se había topado cuatro días antes en el bar. Amablemente él compró las galletitas de Danielle, pero como debían rellenar un formulario de los Scouts, los invitó a pasar al comedor. Los dos chicos aprovecharon esos minutos en que los adultos escribían los papeles y salieron al jardín a mirar la pileta. El vecino, que estaba divorciado, le dijo entonces a Brenda que le había gustado su amiga del bar, Barbara Easton, y que le interesaría conocerla. Brenda sonrió y le anticipó que, quizá el próximo viernes, volverían a ir con sus amigas. Aunque no estaba segura, dependía de que Damon (su marido ingeniero en sistemas y software) cuidara de los hijos de la pareja. Cinco minutos después, el trío familiar se fue con sus cookies, tenían que seguir juntando dinero.

David Westerfield, el agradable vecino divorciado, quedó a solas pergeñando su crimen. Desde la ventana de su baño tenía una visión privilegiada del jardín trasero de los van Dam.

Un viernes de diversión

El primero de febrero de 2002, a las ocho de la noche, llegaron las amigas de Brenda a su casa. Era un viernes más y Damon, a quien se le había cancelado un viaje por trabajo, se había ofrecido liberar a su mujer de las tareas domésticas y cuidar de los chicos.

Antes de salir hacia el bar, las tres mujeres fueron al garaje y fumaron marihuana. Una de ellas entreabrió la puerta que daba al jardín para ventilar y que el humo y olor se disiparan. Antes de irse, Denise Kemal cerró la puerta, pero olvidó trabarla. Se subieron a sus autos y partieron hacia el pub Dad’s, en Poway. Se encontraron con unos amigos de Damon y jugaron al pool. El vecino Westerfield estaba allí. Se acercó y Brenda recordó que le había prometido presentarle a Bárbara. Lo hizo y luego de una breve charla llegó más gente. De alguna manera Westerfield quedó fuera de las conversaciones.

El bar cerraba a las dos de la madrugada. Cinco minutos antes partieron las tres mujeres y los dos amigos de Damon hacia la casa de Brenda. Ya nadie recordaba al vecino.

Damon, mientras tanto, había dado de comer a sus hijos y los había acostado. A las diez y media de la noche los tres pequeños fueron a sus respectivas habitaciones. Danielle, enfundada en su pijama azul con flores amarillas, se trepó a su cama de princesa, con dosel, y se durmió enseguida. Quién podía saber que, en ese cuarto rosa y violeta lleno de tules y juguetes, no habría dulces sueños.

Damon bajó a ver televisión. Después de media hora se aburrió y se fue a dormir. A la 1.45, lo despertó Layla, la perrita de la familia. La sacó al jardín para que hiciera pis y volvió a subir. Al rato, escuchó llegar a Brenda con sus amigos. Lo que sigue ya lo sabemos.

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El perverso vecino

La búsqueda desesperada comenzó esa misma mañana de la denuncia de la desaparición de Danielle. Los vecinos salieron a gritar su nombre por los jardines del barrio. Varios helicópteros sobrevolaban la zona. La policía empezó a hablar con todos, puerta por puerta. Curiosamente, él único vecino que no estaba esa mañana en su casa era David Westerfield.

Dos veces divorciado, con una hija y un hijo universitarios, el hombre era un ingeniero que trabajaba por cuenta propia y tenía registradas varias patentes de dispositivos médicos. No tenía problemas económicos, no registraba ningún antecedente penal y vivía dos casas más allá de los van Dam. El sábado había salido con su casa rodante de lujo (de unos 10,5 metros de largo) para pasar el fin de semana en el desierto, a las 9.50, minutos después de que los van Dam supieran que su hija no estaba en casa y llamaran al 911.

A la policía le llamó la atención su ausencia, pero no lo suficiente para ir de inmediato tras él.

El lunes 4, Westerfield volvió con su casa rodante. La policía lo entrevistó. Lo vieron llegar descalzo y somnoliento. Contó con detalles todo lo que había hecho. Incluso relató cómo se había quedado atascado con su caravana en un camino y que habían tenido que ayudarlo con una grúa. Hubo testigos que corroboraron sus dichos, pero quienes compartieron algunos momentos con él, en el camping Silver Strand State Beach, relataron que Westerfield mantuvo cerradas siempre las cortinas de su motorhome.

Pero hubo algo que la policía se enteró y que él había evitado contar. Ese mismo lunes 4 por la mañana, en el camino de regreso a su casa, había pasado por la lavandería. Allí había dejado para lavar dos edredones, una campera azul y dos fundas de almohada. Descubrieron, también, que Westerfield había llevado a lavar completamente su motorhome.

Los detectives se apuraron para recuperar las prendas y pusieron a Westerfield bajo vigilancia 24 horas. Actuaron, pero demasiado tarde.

El 5 de febrero incautaron su casa rodante y allanaron su vivienda de dos pisos con perros detectores de cadáveres. Uno de ellos, Hopi´s, demostró cierto interés en la puerta del garaje, pero Westerfield se defendió diciendo que su vecina Brenda, con su hija y un hijo, habían estado vendiéndole unas galletitas y habían visitado la casa y recorrido el garaje. Brenda protestó, dijo que al garaje jamás habían entrado, ni ella ni sus hijos.

Las pruebas que se hicieron sobre la ropa de cama y la campera de Westerfield fueron clave. En ellas, los peritos forenses, descubrieron rastros de Danielle. Dos gotas de su sangre estaban estampadas en el medio de la chaqueta y había más en el piso de la casa rodante. Varios pelos de la mascota de los van Dam habían sido transferidos por Danielle a los edredones. También hallaron en la caravana huellas dactilares de Danielle y de su pequeña palma impresas en los muebles de madera que había sobre la cama doble de la caravana.

En la casa de Westerfield, los peritos en tecnología encontraron abundante pornografía infantil en su computadora. El acusado intentó desligarse del tema echándole la culpa a su hijo de 18 años, Neal. Eso no prosperó porque Neal muy sorprendido lo negó.

Fin de la esperanza

El 22 de febrero la policía arrestó a David Westerfield, pero él no confesó nada en las nueve horas de interrogatorio.

Los esfuerzos de la policía y de diferentes grupos civiles estaban concentrados en hallar el cuerpo de Danielle. Nadie pensaba ya que pudiera estar viva.

El Laura Recovery Center organizó gran parte de la búsqueda. Finalmente, el 27 de febrero, dos maestras encontraron un pequeño cadáver desnudo y descompuesto, cerca de un sendero en Dehesa, California. Buscaban allí porque ese era el camino que podría haber usado Westerfield para ir al desierto. Lamentablemente, por el estado del cuerpo, no pudo determinarse la causa de muerte de Danielle, ni si había sido abusada sexualmente. A la menor se la identificó por sus fichas dentales.

Tiempo después, ese tramo de la la ruta interestatal 8 en la localidad de El Cajón, cerca de donde fue encontrado el cuerpo, fue llamado en su homenaje, Danielle van Dam Memorial Overpass.

La tecnología forense avanzó con la investigación y descubrieron que las fibras encontradas en el cuerpo de Danielle coincidían con las fibras acrílicas de la alfombra de la casa de Westerfield.

Tenían suficientes pruebas para llevarlo a juicio.

Westerfield fue acusado de secuestro, asesinato y posesión de pornografía infantil (no por violación ya que no pudo probarse). Él se proclamó inocente.

Acusar a las víctimas

La defensa de Westerfield apuntó todos sus cañones hacia la vida de los padres de la víctima. Los acusó de fumar marihuana, de ser swingers y de llevar una forma de vida que ponía en peligro a sus hijos. Para la defensa de Westerfield, podía haber habido alguien más en la casa esa noche y sostenían que no se había hallado ninguna evidencia de Westerfield en la casa de los van Dam ni en el lugar donde fue encontrado el cuerpo. Pero no podían explicar la cantidad de material genético vinculado a Danielle hallado en la casa rodante con la que él había paseado ese fin de semana.

Los fiscales sostuvieron que creían que el acusado había molestado sexualmente a Danielle y, luego, la había asfixiado.

Resultó llamativo el testimonio de una sobrina de Westerfield durante el juicio. Ella declaró que, cuando tenía 7 años, el acusado había entrado al cuarto donde ella estaba durmiendo junto a la hija de Westerfield. Se despertó porque él estaba en la oscuridad poniéndole un dedo en su boca y frotándole los dientes. La pequeña reaccionó mordiéndolo con todas sus fuerzas para, luego, salir corriendo escaleras abajo a contarle a su madre. La cuñada de Westerfield lo confrontó, pero él explicó que había entrado para chequear que los chicos estuvieran bien. El incidente fue olvidado, hasta que ocurrió lo de Danielle.

El juicio duró dos meses. El 21 de agosto fue declarado culpable de secuestro, de asesinato y de posición de pornografía infantil. En enero de 2003, el juez William Mudd lo sentenció a la pena de muerte.

Brenda van Dam estalló en lágrimas y se abrazó a su marido.

“Estoy en shock”, confesó David Neal, un ex cuñado de Westerfield, “Él pensaba que se iba a salir con la suya”.

Actualmente, Westerfield está en la prisión de San Quintín y se ha beneficiado con las suspensiones de la pena capital en el estado de California.

La corte dictaminó que las compañías de seguros de la casa, el auto y la caravana de Westerfield le pagaran a los van Dam unos 416.000 dólares. También se le quitó a Westerfield la posibilidad de ganar dinero, en cualquier forma que fuere, por su crimen.

La vida continúa

Ernie Allen, presidente del Centro Nacional de Chicos desaparecidos y explotados en los Estados Unidos hasta el año 2014, afirma que los chicos menores sustraídos por extraños ajenos a la familia por año no suele pasar de los 115 casos. No son muchos en comparación con la cifra total. Pero de ellos, el 40 % es asesinado. Danielle formó parte de esa cruel estadística.

En el certificado de muerte de Danielle van Dam se consigna que murió el 2 de febrero de 2002. Pero Brenda y Damon saben que podría haber sido en los días siguientes: “Nunca lo sabremos”, se lamentan.

En 2019, Brenda habló con el medio Kusi: “Honestamente, y odio decir esto como ser humano, pero es lo que siento: cuanto más esté él sufriendo en esa celda, mejor. Lo peor para él, es lo mejor para mí.”

En una entrevista en televisión, con el célebre Larry King, Brenda dijo: “Uno siempre, frente a una muerte, piensa que podría haber hecho las cosas de otra manera. Lo más duro es pensar el hecho de que esa noche cerré las puertas de los cuartos de los chicos (…). Cuando cerré la puerta de Danielle tuve un extraño sentimiento, que no supe qué era. Y de todas maneras cerré la puerta. (…) Nunca pensé que podía pasarle algo a mis hijos”.

Los van Dam siguieron viviendo en la zona. Sus dos hijos crecieron y ya tienen sus propias vidas. Brenda sigue festejando cada 22 de septiembre el cumpleaños de Danielle, quien hoy tendría 26 años. Lo hace mandando un mail a todos sus contactos y pidiendo que hagan, en ese día, un acto de caridad en honor a su hija. Porque Brenda confiesa: “Mi gran miedo es que ella sea olvidada. Y, eso no podría soportarlo”.

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